El arte de conocerse a sí mismo

La importancia que reviste el ser humano intelectual e inmortal que habita en mí fue siempre tan inmensamente grande comparada con la del individuo respectivo que, por numerosas que fuesen las preocupaciones personales que me agobiasen yo lograba echarlas a un lado y hacerlas desaparecer tan sólo con que se me viniera a la mente un pensamiento filosófico: pues esto fue siempre para mí algo muy serio, y todo lo demás, en cambio, mero juego. En eso consiste el título de nobleza y los privilegios que nos otorga la naturaleza. La felicidad de los hombres comunes consiste en alternar el trabajo y el entretenimiento; en mi caso, estas dos cosas se sobreponen la una a la otra. De ahí que la vida de las personas semejantes a mí sea en realidad un monodrama. Quienes como yo predican la verdad al género humano se entremezclan tan poco con los hombres en cuestiones distintas a su misión, al menos una vez que se han comprendido a sí mismos, como los misioneros en China fraternizan con los chinos. Mis semejantes, sobre todo si son jóvenes como yo, se sienten en todas las circunstancias de la vida como alguien que tiene puesta una ropa que no es de su talla.


Arthur Schopenhauer, El arte de conocerse a sí mismo, pág. 36, ed. 2008, Alianza Editorial; traduc. Fabio Morales.

PIERRE-FRANÇOIS LACENAIRE (1800-1836)


<Llego a la muerte- dijo Lacenaire- por mal camino, subo por una escalera.>
   Desertor y falsificador en Francia, asesino en Italia, luego ladrón y asesino en París e, incesantemente, como ha dicho él mismo, <meditando siniestros proyectos contra la sociedad>, Lacenaire se aplica en los pocos meses que preceden a su ejecución en la redacción de sus "Memorias, revelaciones y poesías" y cuida esmeradamente de reforzar el espectacular atractivo de su proceso. Las sombras de sus víctimas, del suizo de Vérone, de uno de sus antiguos compañeros de celda Chardon y de la madre de éste, así como la imagen del mozo de recados al que intentó matar para robarle, no le apartan un instante de la actitud semidistraída semidivertida que conserva hasta el final de los debates. Sin hacer ningún esfuerzo por salvar su cabeza, hace la última jugarreta cruel de acosar a sus cómplices que se defienden, limitándose él mismo a intentar proporcionar una explicación materialista de sus crímenes. Desde el punto de vista moral, parece no haber existido nunca conciencia más tranquila que la de este bandido.
   En la víspera de su muerte, bromea con los curas que le importunan, los frenólogos, los anatomistas que le acosan, confiesa sentir <pequeños accesos de melancolía> que le <divierten>; por la noche, a través de la reja, está <a punto de gritar cu-cu al soldado>.
   Un crítico, celebrando recientemente el centenario de una obra de Balzac, podía escribir: <En 1836, cuando aparece el libro, fríamente acogido por la prensa e incluso denigrado por ella, el mundo que acaba de aplaudir alocadamente a Lacenaire, el elegante asesino de redingote azul, poeta de los tribunales y teórico del "derecho al crimen", no parece apreciar inmediatamente todo el encanto del Lirio en el Valle>.



Sueños de un condenado a muerte




  Que feliz se es cuando se sueña!...
Sin dormir, soñar es encantador.
En menos de una hora, acabo así
la más agradable novela.
Me creo un mundo a mi antojo,
todas las mejores partes son para mí,
y nunca me preocupo
de elegirme la de rey.

En mi retiro solitario,
poco preocupado por el futuro,
me nutro de mi quimera
mezclando en ella un recuerdo;
sueños tan frescos de mi juventud,
que la desgracia no ha podido marchitar,
venid a alegrar mi vejez:
se es viejo cuando se va a morir.
A veces, en un palacio soberbio,
reúno mil beldades;
más a menudo, tendido sobre la hierba,
sólo tengo a Lisa a mi lado;
la gasa que su seno eleva
me invita a soñar a mi pesar.
Que pena tan grande que este sueño
tenga yo solo que acabar.

Otras, en una humilde choza,
feliz padre y sensible esposo,
tengo a mi lado a mi buena madre,
y a mis hijos sobre las rodillas;
a la sombra de un espeso follaje,
leo y escribo sucesivamente;
pero ¡Ay!, llega una tempestad,
¿porqué este sueño es tan corto?






':   Antología del humor negro, de André Breton, ed. Círculo de Lectores, pág. 81, 2005 cedida por Anagrama. Trad. del francés Joaquín Jordá.

De un siglo estilizado (La Calle)

¿Sabe usted que aspecto tiene una calle? ¡Sí! ¿Y quién le dice que una calle no es más que aquello que usted cree que es? ¿No puede usted imaginar que podría también ser otra cosa? 
   Todo eso es consecuencia de esa lógica del dos y dos son cuatro. ¡Por supuesto, 2 x 2 = 4! Al menos eso es lo que afirmamos nosotros, sin profundizar más. Sin embargo, hay cosas cuya existencia no es el resultado de un simple acuerdo entre nosotros los humanos y, en tales ocasiones, ya no podemos confiar en nuestra lógica de forma tan incondicional. En todo caso, ¿de qué sirve seguir lamentándose? Lo que trato de decirle no requiere ningún tipo de preámbulos, simplemente se basa en un contraste de sensaciones: salga usted a la calle y se encontrará de repente rodeado por gentes del tipo 2 x 2 = 4. Pregúntele a alguna de ellas: Por favor, ¿que es una calle? Y obtendrá por toda respuesta: <Una calle es una calle, y punto. Y deje ya de molestarme>. Usted meneará la cabeza: ¿una calle = una calle? Usted se pondrá a pensar y a observar lo que le rodea. Después de un rato descubrirá que: <<¡Ajajá!, una calle es, según dice la gente, una cosa rectilínea, iluminada por el sol, y que sirve para andar por ella>>. Y usted se sentirá repentinamente poseído por un colosal sentido de superioridad, como un vidente entre los ciegos. Se dirá a sí mismo: sé perfectamente que una calle no es una cosa rectilínea e iluminada sino que, por el contrario, es o podría ser igualmente una cosa con múltiples ramificaciones, llenas de misterios y de enigmas, de trampas y pasadizos subterráneos, de mazmorras secretas y de iglesias sepultadas. Se asombra de que se le haya ocurrido eso, pero su espíritu continúa aferrándose a las fórmulas... Acalla esa lógica innata del 2 x 2 = 4 pensando que también dicha lógica, si es honrada, se ve forzada a recurrir continuamente a ese . Luego, se pregunta cómo es que las demás personas no se dan cuenta de lo mismo. Tal vez descubra entonces que usted también ha tenido que esperar hasta hoy para tomar plena conciencia de ello. Enseguida piensa en las relaciones que unen todas las cosas. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no encuentra ningún motivo para seguir pensando en ello hasta que se le ocurre, tal vez, profundizar en sí mismo. Se plantea una cuestión de lógica formal y su mente se pone a trabajar con su seguridad habitual. Así pues, todo va bien; su desconfianza se desvía, como de costumbre, hacia esa parte enigmática y veleidosa de sí mismo que unas veces llama vida afectiva, otras, nervios, y otras, de distinta manera. 
   Usted se asusta. Como le ocurre siempre que algo desconcertante se agita en su interior. Siente el mismo temor que ante una fiera salvaje. Y, a pesar de todo, vuelve a sentirse invadido, con más violencia aún que antes, por aquel sentimiento de superioridad. 
   La noche pasada, su sueño ha sido extrañamente intranquilo. Criaturas espectrales vagaban. Pongamos que mujeres que había visto a lo largo del día dejaron en usted ciertas impresiones plenas, cerradas en sí mismas. Durante el sueño, esas impresiones se descompusieron en sus elementos y cada una de aquellas criaturas espectrales pasó a encarnar tan sólo una de esas impresiones parciales. Cuando despertó, en la penumbra del alba, se llevó usted las manos a la cabeza como si regresara de un viaje angustioso por regiones de las que nadie ha vuelto sano y salvo (¿¡peligro de degeneración!?). Toda su concepción, su percepción de la vida, pasó de un golpe ante sus ojos. 
   Por la mañana, con el café, calentándose al sol la espalda, volvió a olvidarlo todo. 
   Ahora vuelve a recordar. Y en sentido muy distinto. Es como si usted supiera ahora exactamente porqué le parece la calle tan distinta a la que ve la gente con la que se cruza. Si antes veía claro, ahora se ha convertido en un vidente. Usted ve a través de las cosas, las <descompone>. Mientras que los ojos de los demás, obedeciendo a su necesidad de medida, reducen aquello que ven a conceptos familiares, sus ojos, por el contrario, en virtud de las experiencia adquiridas, lo descomponen, lo deshacen transformándolo en imponderable (deslizamiento de los pensamientos), en inaprensible. Usted ve siempre más allá de las formas que envuelven las cosas y trata de rastrear los misteriosos acontecimientos de una existencia oculta. Pero al hacerlo, no las convierte en fábulas (en personificaciones), la calle sigue siendo la calle, la casa, la casa, el ser humano, el ser humano; pero usted piensa que es capaz de comprender y amar en el ser humano todo aquello que asusta a los demás como un espectro, y siente alegría frente a la casa y la calle, porque se dice a sí mismo: tú ocultas a los demás, a los ciegos, todo aquello cuyo conocimiento me eleva ahora por encima de ellos. ¡Gracias te sean dadas, casa silenciosa!, tal vez los susurros de los árboles de tu jardín con su melodía monótona lleven un pensamiento espantoso al corazón de algún ser humano; casa silenciosa, cuya soledad nocturna hizo acaso madurar un pensamiento ahogado, aún en el vientre, por el miedo de su madre, de forma que ambos murieron; casa silenciosa, por la que en noches de luna nueva, vagan, tal vez, las extrañas criaturas que pueblan mi sueño. 
   Lanza a todas las personas una mirada a la vez despectiva y soñadora, como si quisiera decir: no sois más que sustancias bastante inocuas, pero allá, en lo más hondo de vuestro ser, vuestros nervios están hechos de pólvora de algodón. ¡Ay, cuando la cáscara se quiebre! Pero eso no ocurre más que en la locura. En medio de la muchedumbre se convierte usted en un apóstol, en un profeta. Un éxtasis interior lo invade, pero sin las convulsiones y los espumarajos del espíritu en éxtasis. ¡Un vidente es lo que usted es! Lo que yace en lo más profundo del espíritu, aquello que el alma solo se atreve a atravesar en rápido vuelo, cuando ya camina hacia la locura, que lo borrará todo en unos instantes: eso lo ve usted con ojos lúcidos --sin olvidar a la vez que 2 x 2 = 4-- y goza impunemente de ese grandioso sentimiento de superioridad sobre todos los demás y sobre el que usted mismo fue hasta hoy. 
   Siente usted la religión de los que no tienen religión, la tristeza de los que ya hace mucho que borraron cualquier rastro de tristeza, el arte de los que hoy sonríen cuando escuchan la palabra arte --¡justo aquello que necesitan los más refinados, hastiados ya de todo!-- 
   Luego vuelve a la calle, encorvado y harto. Usted sabe que no se debe decir: la calle es una cosa que... Pero ya ha olvidado qué es en realidad una calle. Recuerda haber dicho en aquella ocasión: <>. Pero usted ya no sabe que hacer son una frase como esa. 
   ¡Y le invade un desaliento infinito! 



de 
Robert Musil, 
Diarios, ed. DeBolsillo, pág. 40, trad. Elisa Renau Piqueras.